jueves, 11 de noviembre de 2010

ALEXANDER SUTHERLAND NEILL

             La pulsión libertaria

Neill no fue un científico, ni un investigador, fue quizás un filósofo, y sobre todo un soñador y un idealista. No fue el hombre de una escuela pedagógica o psicológica en particular, no desarrolló jamás un enfoque metódico y reflexivo. Toda su obra no es más que la extensión de su propia personalidad. Pese a que escribía mucho, sus textos a menudo sólo eran impulsos generosos, afirmaciones vehementes, anécdotas, reacciones indignadas, aunque también argumentaciones simplistas. Jamás se preocupó por articular sus ideas entre sí ni por evaluarlas a la luz de la realidad. “Neill, señala Bates-Ames, elaboraba una teoría sobre la forma en que piensa el niño y sobre sus supuestas necesidades y luego, cuando su teoría sucumbía bajo el peso de las pruebas, continuaba tratando a los niños como él imaginaba que eran” (Bates-Ames, 1972, pág. 62). En verdad, Neill, a diferencia de su contemporáneos, no plantea en principio los problemas de la educación en función de las necesidades, sino del derecho. Aun cuando toma de Reich el término “autorregulación”, lo hace para referirse al “derecho que tiene un lactante de vivir libremente, sin obstáculos exteriores, en cuanto a las actividades psíquicas y somáticas” (1953, pág. 42). Se comprende entonces que las teorías de la época fueron a menudo deformadas y sólo sirvieron básicamente de preparación para sus propias ideas; esto explica también por qué en el ocaso de su vida aún se maravillase de haber escrito durante años sin haber podido aclarar ni sus ideas ni sus acciones.

“Cada cual es libre de hacer lo que desee mientras no usurpe la libertad de los demás”:
ésta es la filosofía de la libertad que prevalece en Summerhill. Su interpretación en términos pedagógicos es sencilla: “en materia de salud psíquica no debemos imponer nada y en materia de aprendizaje, no debemos pedir nada” (1945, pág. 103).
De hecho, para el proyecto pedagógico de Neill, ya en 1914 las cartas estaban echadas, incluso antes de que leyera una sola línea de un tratado de educación: “mis muchachos, señalaba en esa época, han hecho lo que han querido y no dudo de que hayan expresado lo mejor de ellos mismos” (1975, pág. 152). Todas sus obras, todos sus artículos no han sido más que variaciones sobre ese mismo tema, y todos sus encuentros, antes que enriquecerlo,
han servido más bien para reformularlo. Y ese principio es la expresión de un verdadero impulso libertario que se remonta a la infancia.

Un individualista a ultranza         











Neill logra a duras penas salir de su infancia, infancia que transcurrió “a la sombra de Calvino”. Recordará durante mucho tiempo su felicidad contrariada por la amenaza constante de la ira divina, el temor del pecado, el temor de morir sin haber podido salvar su alma. Pero este miedo surgía más de la vida familiar que de la Iglesia: “la religión no se enseñaba, se respiraba en el aire... era una atmósfera de negación de la vida” (1980, pág. 64) y en esa familia numerosa, entre un padre que apenas los estimaba y una madre distante, el joven Alexander no parece haber recibido el amor que reclamaba, ese amor que supo prodigar a sus propios alumnos.

Esa infancia forja en él un individualista a ultranza, “el tipo de muchacho que pinta su bicicleta de azul cuando la de todos los demás es negra” (Hemmings, 1972, pág. 12). En su
escuela fue, efectivamente, un solitario, un marginal, características en las que halló al mismo tiempo su permanencia, su fuerza y su fragilidad. De sus alumnos quiso hacer seres que no se dejaran guiar como un rebaño, seres autónomos, capaces de formarse su propia opinión,  capaces de afirmarse. Su necesidad de independencia no estuvo exenta de cierto gusto por el exceso y la provocación, como este reto que lanza a los hombres: “el individualismo salvará al mundo ... tu país te necesita”, dice a cada uno de sus alumnos desde 1915 (1915, págs. 72 y 4 120). La libertad propuesta a sus alumnos está destinada nada menos que a hacer de ellos hombres al servicio del prójimo: “queremos formar a hombres y mujeres que se unan a la multitud y la ayuden a alcanzar mejores ideales” (1920, pág. 70). Este es el papel que debe desempeñar la educación: “ayudar al niño a vivir su vida cósmica, a vivir para los demás, pues todos los hombres son egocéntricos y egoístas” (1920, pág. 128)

Neill surge de esa infancia profesando un odio implacable a todo tipo de enseñanza religiosa, a toda imposición de valores, sean cuales fueran sus formas. La escuela tradicional con los castigos corporales o la Escuela Nueva con el método Coué, por ejemplo, exacerba sus reacciones, y si el psicoanálisis alguna vez le resultó útil fue para suministrarle los instrumentos que le permitieron desmontar sus mecanismos. Neill apela sólo a la inteligencia del niño y a su libre decisión. Y como no es un hombre de matices, lo que observa en la realidad social confirma su idea de que el moralismo sólo sirve para avasallar. De ahí su interés  por los análisis de Reich sobre la estructura psíquica de las masas conformada por la represión sexual. De ahí su negativa a transmitir cualquier tipo de valor: “jamás trato de que los niños compartan mis ideas o prejuicios” (1970, pág. 126). “No entiendo con qué derecho los educadores obligan a los niños a adoptar lo que ellos consideran de buen gusto”, repetía a menudo. Extraña actitud la de Neill, que glorifica la educación a la vez que demuestra su imposibilidad.

Para Neil, el mundo es negro y esa negrura hace resaltar la bondad del hombre. “La idea general es que el hombre es un pecador al nacer y que debe ser formado para ser bueno” (1926, pág. 13). Para él, por el contrario, “no hay, ni jamás ha habido pecado original” (1953, pág. 41). Pese a algunas dudas crueles, esta fe en el hombre no lo abandonará jamás. Con ella tropieza su tentativa de retomar las ideas de Freud. Esta fe lo acercará a Reich, para quien el hombre era un “animal honesto, trabajador, cooperador, afectuoso...”.


         

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